Lo he visto todo, y voy a contároslo. Ella solo supo sonreír
de los nervios cuando, una de las amigas con las que había pasado la otra mitad
de la noche le dijo que estaba allí. Olvidó sus cosas en la primera acera y se
dirigió a un local cualquiera, sola. Se bebió un chupito y brindó con sus ganas
para acabar piel con piel. Bailaba como nadie, no pensaba, intentaba olvidarse
de todo lo que le había quitado el sueño. Se reía y sonreía y volvía a reírse a
carcajada limpia con amigos que, de nuevo, había encontrado. Solo ella sabía
las ganas que tenía de besarlo, pero tal vez el alcohol, las luces de la
discoteca o la música ensordeciendo su cabeza le hicieron olvidarlo. Y de
repente, mierda! Se había olvidado el bolso, la chaqueta, el móvil, las llaves,
el tabaco, todo en aquella puta acera. Bajó su vestido exactamente los cuatro
centímetros que le permitía su corte, se aferró a los tacones y echó a correr.
Morena, de melena lisa, maquillaje oscuro en los ojos y una sonrisa al
encontrarlo todo. Entonces apareció de nuevo, su amiga, digo, y con una breve
descripción la introdujo de la mano en una sala abarrotada de gente. Jersey
blanco. Dos palabras. Dos palabras, tiró su bolso en el mismo sitio, levantó la
cabeza, esbozó una mueca repleta de picardía y pisando fuerte cruzó la estancia
de norte a sur. Parándose, como no podía ser menos, a sus pies.
Condenadas latitudes. Pude verlos sonriéndose levemente, intentando no revelarse las ganas que se tenían, siendo distantes a la par que correctos. Aquí la música también estaba exageradamente alta por lo tanto me limité a leerles los labios, los tres leíamos los labios de ambos. Sin dejarla nunca atrás, a su amiga, recuerden, entró en el lavabo y solo supo arrodillarse en el suelo. Como rezándole a un dios prohibido, con los ojos llorosos de ganas y las pupilas dilatadas de recuerdos al borde de una explosión, supo por primera vez en toda la noche lo que quería. Quería tenerlo cerca, y de esto podría darse cuenta cualquiera que mirase su sonrisa de niña. No hace falta ser adivino para leerle las formas.
Salen del lavabo, después de no recuerdo cuanto tiempo y se dirigen al centro de la pista. “Deja tus cosas, que va a ser la primera vez que me vea bailar”. Y se volvió loca con los ojos cerrados, cargada de música y latiendo orgasmos. Entonces ocurrió, el mundo enmudeció para ellos dos. Las luces dejaron de parpadear. Desapareció todo el mundo. Y allí estaba él, acercándose, mirándola a los ojos y agarrándola de la cintura, sin importarle quién los mirara. Era su momento, al fin, y supieron aprovecharlo, he de decir. Ojalá pudierais ver sus caras cuando empezaron a pegarse, sus labios temblando y las manos recorriéndose, navegando y perdiéndose en lo que, en aquel momento era solo un cuerpo, y seguían vestidos. Entonces ella despertó, siendo la anonadada de esta historia, volvió a oír, y empezó a acariciarlo, a sonreír, a divertirse de verdad. Bailaron hasta dejarse la piel y llegar a las ganas. Se lucieron como nunca antes lo habían hecho delante de nadie. Miraban al resto de presentes burlando sus historias, contándoles la suya, que siempre fue mejor, y no es porque yo lo diga. Se apagaron los neones y se encendieron las luces, se bajó la música y se fue la gente. Y ellos en el medio. Consiguieron todo lo necesario para escaparse juntos unas horas, que no era mucho, y mofándose del resto del mundo con un cartel escrito en la frente bien grande que ponía “te tengo ganas” a la vista de los paseantes, recorrieron callejones.
Nunca nadie podrá igualar la confianza de ese chico, su firmeza en cada paso, como si llevara toda una vida planeando lo que va a hacer, ni sus ganas de más. Al igual que nunca encontraréis a una chica que se sienta como en plena gran vía en una calle peatonal aleatoria y que sonría tímida a todos sus miedos resumidos en un cuerpo ajeno. Tengo que acabar de contaros todo lo que sé de esta historia. El portal era horrible, antiguo, quiero decir. Ella se descalzó al ver el número de escaleras por subir y él aprovechó para mirarla vestida una última vez. Eterna, eterna se les hizo la subida a aquél ático, por cierto, precioso tras la puerta que cuando cerraron cambió sus caras. Dejó los tacones fuera, sin pensarlo y mientras él, mas chulo que nadie, se sentó en el sofá para quitarse la camiseta, ella no pudo alargarlo más y se bajó las bragas. Y le salió la mujer que llevaba dentro chico. “Quítate el pantalón” ordenó más segura que nunca. Llevaba tanto tiempo soñando con este momento que no tenía pensado desaprovecharlo siendo la niña buena que ya, ninguno de los dos se esperaba. Y se abalanzó encima de él, con las rodillas a los lados en un sofá inmenso. Entonces empezaron a jugar, a jugarse la vida. Se miraron fijamente y se mordieron los labios a un tiempo, hasta hacerse daño. Él , ansioso de piel le arrancó el vestido y empezó a comerse todo su cuerpo, dejándose arañar la espalda y morder el cuello disfrutó como hacía tiempo de su morena, esa que nunca lo decepcionaba al llegar el momento. Entonces no les quedó ropa que sacarse, solo ganas, así que empezaron a gastarse por dentro y por fuera, contra aquel sofá desconocido y contra el tiempo. Nadie pudo verlos, tal vez los hayan oído, no lo niego ni lo confirmo. No querían acabar nunca, suplicaban mas metros acolchados en los que revolcarse y entre guarradas y cordialidad pidieron permiso para correrse. Y yo, sigo pensando que era un aviso para hacerlo a la par, ellos que sabían. Se marcaron la espalda, mojaron sus caderas y aferraron a sus labios hasta dejarse sin aliento. Gritaron, tanto que ni se oyeron, y volvieron a separarse después de unos minutos mirándose a los ojos. Bueno, todo lo que podían mirarse, que era en blanco y negro, con las luces apagadas e iluminados por las farolas que metros abajo alumbraban las calles un viernes más. No sabía que tenía que hacer, entonces, empezó a cargarse de dudas, ella, porque él era el seguro, y besándolo suavemente le dijo que tenía que marcharse. Mentía y obligada, con gusto, a volver a quitarse la ropa interior que se había puesto tras un descanso, volvió a abalanzarse sobre él, él, que solo sabía sonreír y disfrutar mirándola tan cerca, tan desnuda, tan puesta. Y siguieron así, mientras el segundero del reloj de la cocina daba vueltas, rodando en el salón, en blanco y negro, respirándose al oído, azotándose la piel y mordiéndose por completo hasta volver a comerse, a correrse.
Estaban hechos para no acabar nunca, por ese motivo estaban ahí, después de un año, follándose de nuevo. Suena sucio, y lo hacen así, elegante, precioso, húmedo. Él se levantó y abrió la ventana, empañada de gemidos dobles, y cuando volvió a sentarse fue ella la que quiso ver la ciudad desde ahí arriba, su gran vía. “Que miras?” “Hay una chica desnuda en esta sala, que quieres que mire?” Era el hijo de puta con las mejores razones que había encontrado, y solo supo ponerse seria “Hay un chico en calzoncillos en esta sala y yo miro por la ventana” Se rieron a un tiempo, se entendían como nadie, disfrutaban como todos los habitantes del mundo juntos. En menos de media noche tuvieron tiempo a buscarse las cosquillas, las ganas, los besos, los orgasmos y las miradas que creyeron que no encontrarían nunca más. Y también lo tuvieron para despedirse, mirarse y vestirse una última vez. Para que él, la acompañara a la puerta en la que ella, no quería mirar atrás. Siempre se le han dado mal las despedidas, y habían cambiado tanto desde aquella vez. Lo hizo, cogió sus tacones del rellano, que eran todas sus pertenencias y se dio media vuelta. Lo miró a los ojos, intentando sin salir victoriosa, endurecerse para una ultima respuesta, pero se lo pensó mejor y decidió no hablar. Se acercó a su chico, lo rodeó con los brazos y el calzado en la mano, y le dio un largo y tendido beso en los labios, pegada a su piel aún al descubierto. Se rieron frente a frente, estallaron sus pupilas y girándose se perdió escaleras abajo una, y en un portazo el otro. Eso fue todo lo que pude ver de una noche impensable, y todo lo que puedo contaros de esas cosas que no se cuentan si no se viven, y no se entienden si no se sufren.
A una puerta de por medio del mundo real, me calcé mis zapatos de tacón de aguja, levanté la cabeza, sonreí, ahora sí, como nunca, y confundiéndoseme pupilas, iris y vicios, pisé fuerte lo que le quedaba de noche dando comienzo a la segunda parte, los gintonics.
Condenadas latitudes. Pude verlos sonriéndose levemente, intentando no revelarse las ganas que se tenían, siendo distantes a la par que correctos. Aquí la música también estaba exageradamente alta por lo tanto me limité a leerles los labios, los tres leíamos los labios de ambos. Sin dejarla nunca atrás, a su amiga, recuerden, entró en el lavabo y solo supo arrodillarse en el suelo. Como rezándole a un dios prohibido, con los ojos llorosos de ganas y las pupilas dilatadas de recuerdos al borde de una explosión, supo por primera vez en toda la noche lo que quería. Quería tenerlo cerca, y de esto podría darse cuenta cualquiera que mirase su sonrisa de niña. No hace falta ser adivino para leerle las formas.
Salen del lavabo, después de no recuerdo cuanto tiempo y se dirigen al centro de la pista. “Deja tus cosas, que va a ser la primera vez que me vea bailar”. Y se volvió loca con los ojos cerrados, cargada de música y latiendo orgasmos. Entonces ocurrió, el mundo enmudeció para ellos dos. Las luces dejaron de parpadear. Desapareció todo el mundo. Y allí estaba él, acercándose, mirándola a los ojos y agarrándola de la cintura, sin importarle quién los mirara. Era su momento, al fin, y supieron aprovecharlo, he de decir. Ojalá pudierais ver sus caras cuando empezaron a pegarse, sus labios temblando y las manos recorriéndose, navegando y perdiéndose en lo que, en aquel momento era solo un cuerpo, y seguían vestidos. Entonces ella despertó, siendo la anonadada de esta historia, volvió a oír, y empezó a acariciarlo, a sonreír, a divertirse de verdad. Bailaron hasta dejarse la piel y llegar a las ganas. Se lucieron como nunca antes lo habían hecho delante de nadie. Miraban al resto de presentes burlando sus historias, contándoles la suya, que siempre fue mejor, y no es porque yo lo diga. Se apagaron los neones y se encendieron las luces, se bajó la música y se fue la gente. Y ellos en el medio. Consiguieron todo lo necesario para escaparse juntos unas horas, que no era mucho, y mofándose del resto del mundo con un cartel escrito en la frente bien grande que ponía “te tengo ganas” a la vista de los paseantes, recorrieron callejones.
Nunca nadie podrá igualar la confianza de ese chico, su firmeza en cada paso, como si llevara toda una vida planeando lo que va a hacer, ni sus ganas de más. Al igual que nunca encontraréis a una chica que se sienta como en plena gran vía en una calle peatonal aleatoria y que sonría tímida a todos sus miedos resumidos en un cuerpo ajeno. Tengo que acabar de contaros todo lo que sé de esta historia. El portal era horrible, antiguo, quiero decir. Ella se descalzó al ver el número de escaleras por subir y él aprovechó para mirarla vestida una última vez. Eterna, eterna se les hizo la subida a aquél ático, por cierto, precioso tras la puerta que cuando cerraron cambió sus caras. Dejó los tacones fuera, sin pensarlo y mientras él, mas chulo que nadie, se sentó en el sofá para quitarse la camiseta, ella no pudo alargarlo más y se bajó las bragas. Y le salió la mujer que llevaba dentro chico. “Quítate el pantalón” ordenó más segura que nunca. Llevaba tanto tiempo soñando con este momento que no tenía pensado desaprovecharlo siendo la niña buena que ya, ninguno de los dos se esperaba. Y se abalanzó encima de él, con las rodillas a los lados en un sofá inmenso. Entonces empezaron a jugar, a jugarse la vida. Se miraron fijamente y se mordieron los labios a un tiempo, hasta hacerse daño. Él , ansioso de piel le arrancó el vestido y empezó a comerse todo su cuerpo, dejándose arañar la espalda y morder el cuello disfrutó como hacía tiempo de su morena, esa que nunca lo decepcionaba al llegar el momento. Entonces no les quedó ropa que sacarse, solo ganas, así que empezaron a gastarse por dentro y por fuera, contra aquel sofá desconocido y contra el tiempo. Nadie pudo verlos, tal vez los hayan oído, no lo niego ni lo confirmo. No querían acabar nunca, suplicaban mas metros acolchados en los que revolcarse y entre guarradas y cordialidad pidieron permiso para correrse. Y yo, sigo pensando que era un aviso para hacerlo a la par, ellos que sabían. Se marcaron la espalda, mojaron sus caderas y aferraron a sus labios hasta dejarse sin aliento. Gritaron, tanto que ni se oyeron, y volvieron a separarse después de unos minutos mirándose a los ojos. Bueno, todo lo que podían mirarse, que era en blanco y negro, con las luces apagadas e iluminados por las farolas que metros abajo alumbraban las calles un viernes más. No sabía que tenía que hacer, entonces, empezó a cargarse de dudas, ella, porque él era el seguro, y besándolo suavemente le dijo que tenía que marcharse. Mentía y obligada, con gusto, a volver a quitarse la ropa interior que se había puesto tras un descanso, volvió a abalanzarse sobre él, él, que solo sabía sonreír y disfrutar mirándola tan cerca, tan desnuda, tan puesta. Y siguieron así, mientras el segundero del reloj de la cocina daba vueltas, rodando en el salón, en blanco y negro, respirándose al oído, azotándose la piel y mordiéndose por completo hasta volver a comerse, a correrse.
Estaban hechos para no acabar nunca, por ese motivo estaban ahí, después de un año, follándose de nuevo. Suena sucio, y lo hacen así, elegante, precioso, húmedo. Él se levantó y abrió la ventana, empañada de gemidos dobles, y cuando volvió a sentarse fue ella la que quiso ver la ciudad desde ahí arriba, su gran vía. “Que miras?” “Hay una chica desnuda en esta sala, que quieres que mire?” Era el hijo de puta con las mejores razones que había encontrado, y solo supo ponerse seria “Hay un chico en calzoncillos en esta sala y yo miro por la ventana” Se rieron a un tiempo, se entendían como nadie, disfrutaban como todos los habitantes del mundo juntos. En menos de media noche tuvieron tiempo a buscarse las cosquillas, las ganas, los besos, los orgasmos y las miradas que creyeron que no encontrarían nunca más. Y también lo tuvieron para despedirse, mirarse y vestirse una última vez. Para que él, la acompañara a la puerta en la que ella, no quería mirar atrás. Siempre se le han dado mal las despedidas, y habían cambiado tanto desde aquella vez. Lo hizo, cogió sus tacones del rellano, que eran todas sus pertenencias y se dio media vuelta. Lo miró a los ojos, intentando sin salir victoriosa, endurecerse para una ultima respuesta, pero se lo pensó mejor y decidió no hablar. Se acercó a su chico, lo rodeó con los brazos y el calzado en la mano, y le dio un largo y tendido beso en los labios, pegada a su piel aún al descubierto. Se rieron frente a frente, estallaron sus pupilas y girándose se perdió escaleras abajo una, y en un portazo el otro. Eso fue todo lo que pude ver de una noche impensable, y todo lo que puedo contaros de esas cosas que no se cuentan si no se viven, y no se entienden si no se sufren.
A una puerta de por medio del mundo real, me calcé mis zapatos de tacón de aguja, levanté la cabeza, sonreí, ahora sí, como nunca, y confundiéndoseme pupilas, iris y vicios, pisé fuerte lo que le quedaba de noche dando comienzo a la segunda parte, los gintonics.
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