“Encantada de conocerte”, piensa en escribir tiempo después
mientras coloca con suma delicadeza el sujetador que acaba de quitarse sobre la
silla. Repite el acto con sus pantalones y posa los calcetines sobre los
zapatos alineados justo debajo. Solía ordenar la ropa de este modo antes de
acostarse, por si le llegaba en cualquier momento un mensaje que pusiera “baja”
y tenía que vestirse a toda prisa. Y ojalá le llegara, porque todas las mañanas
volvía a encontrársela intacta. Al finalizar su rutinaria tarea se sentó en la cama, se cubrió con las mantas hasta la cintura y empezó a escribir. “Carta de
despedida”:
“Encantada de conocerte. Contigo encontré todo lo que
buscaba. No me guardo para mí las ganas de que sepas como soy, ninguna parte
que no hayas descubierto. He sonreído más que nunca, me lo he pasado como con
nadie en todos estos años, he sido, sí, feliz. He cantado a gritos y a tu
unísono, y he fumado siempre que me ha venido en gana. De hecho, hasta hace
poco, te he besado siempre que me ha apetecido y, eso era lo que más me enloquecía.
Te he dicho sin articular palabra todo lo que me gustaba, y me seguirá gustando
estar contigo. Eres un buen amigo, y me alegro de poder decirlo. Aunque tenga
que saludarte por las aceras como si fueras un extraño, y me cueste de
sobremanera. Me fascina tu manera de hacer las cosas, demasiado bien. Tu estilo
musical, tus ojos cuando cambian de color, y solo lo veo yo. Me gusta todo lo
que no le ha gustado a nadie de ti, y por eso sé, que como te abrazo yo, no te abrazarán
nunca. Me asusta la idea de que te alejes, pero me enamora tanto tu sonrisa que
si así vas a conservarla, espero que seas jodidamente feliz. Ha sido un placer
cruzarme contigo. No. Ha sido un placer conocerte, desnudarte, digo. Comerte a
besos y acostarte en mi cama, despertarme a tu lado. Sí. Te quiero, y es un
placer.”
Al acabarla firmó en la esquina inferior derecha y contuvo
las ganas de llorar, nunca se le han dado bien las despedidas, ni siquiera
entre líneas. Se dirigió a la ventana tropezando con la ropa que había esparcido
por el suelo. La miró con rabia y la
dejó ahí, a la altura de todas sus esperanzas. Y al abrir la ventana recordó
las páginas de aquel libro en las que explicaban con especial delicadeza la
teoría de los tres elementos. -Cuando quieras despedirte de alguien, escríbelo
en un papel y después, quémalo. Suéltalo y deja que vuele, que se caiga y que
se pierda.- Encendió el mechero y cerró los ojos. Al hacerlo, el líquido
aferrado a sus parpados se soltó de ellos de repente y sin quererlo, echó a
llorar. Agarró la carta con su mano izquierda y desató una guerra en donde
antes había ganas. Despedirse no era una mala opción pero, ¿de verdad quería
hacerlo así, sin mirarlo a los ojos una última vez, sin un beso en lugar de un
punto y final? En realidad, empezó a cuestionarse si quería echarlo todo a
perder, las esperanzas, en primer lugar. Y sonrió de medio lado. “Nunca dejes
de intentarlo”. Eso llevaba ella escrito en las mejores páginas, en su piel.
Arrugó el folio decidida y pisando el sujetador que permanecía inmóvil en el
suelo volvió a su cama. Sí. Cogió el teléfono y marcó. Seis lunas más para
olvidarlo. Diecisiete, sus años y cinco más que hacen los de él. Nueve mañanas
besándolo a toda prisa y más de quinientas noches que necesitará para
olvidarlo. Más, muchas más. Silencio, demasiado silencio. Y entre la nada un
latido con fuera que se le salió del pecho. “-¿Si?”... “-Te quiero”. Que mejor
despedida, que decirle lo único que le quedaba por saber de ella, sin punto y
final, con el fuego en la garganta y su respiración del otro lado.
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