Aquellos ojos marrones se habían pasado media vida buscando
una oportunidad. Un único intento para retarse a sí mismos. Creían conocerse lo
suficiente como para poder convencer a un extraño, en una noche, o en una
semana, sin más, de que tenía que quedarse toda la vida. No pisaba con firmeza
las aceras, ni tenía las mejores curvas, no era, en general, el pecado que
todos querrían cometer. Pero ella, y solo ella se conocía lo suficiente como
para saber que en aquel campo, llamado amor, no le ganaba nadie. Lo había
intentado tantas veces, ya había probado los amores fugaces, las bocas de una
noche, los polvos en lavabos, las camas vacías. Quería algo diferente, quería a
alguien para siempre, o al menos para un buen rato, para amortizar el lado
izquierdo de su cama y pasear de la mano en pleno día. Entonces apareció, y
supo que era él. Él, que ya le había dado razones suficientes como para
intentarlo, tantas como excusas para no hacerlo. Él, que pedía tanto y quería
tan poco en un espacio irracional de tiempo, sobrándole motivos para salir
corriendo. Que empezó besándola en cualquier parte, sin desabrocharle el
sujetador, y que la llevaba al fin del mundo solo por verla sonreír. Que se
había inventado una excusa, que quería ser feliz. Él, que sabía que solo ella
podía abrazarlo así, vestidos. Y se dio cuenta, eran esos ojos color aceituna
el reto perfecto, el beso de Judas que nunca quiso probar. Su momento, su
tiempo. Había escuchado en algún lugar, que una no puede negarse siempre, y
esta era la negación más absurda que podría cometer. Lo sabía, y se lo hacía saber,
lo quería a su lado. Y empezó a contar los días, “veintitrés y sus veinticuatro
horas para que se quede a vivir, o para que, al menos, si se va, se acuerde de
mí.” No lo pensó dos veces, cogió su móvil y envió un mensaje “Buenos días.” Si
lo intento, que sea hasta el final, desde este principio incierto.
Y...hubo final?
“La vida no está hecha para pensarla, está hecha para
vivirla.”
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