No se nos pasó por la cabeza ni siquiera por un momento,
querer perder los trenes.
Así que los dejamos pasar, pero queriendo.
Si madurar es aprender a despedirse nunca pasaré de ser una
cría con tanta inocencia como pecado en boca, con alguna historia rota que
contar justo antes de acabarla por temer al punto y final del que tanto
hablaban los cuentos de hadas en las que nunca creí.
La estación estaba vacía, ahora se ha inundado de gente.
Esta es mi jungla de asfalto y todos vienen hacia mi hueco como cazadores
furtivos pero yo, no me muevo.
El próximo tren pasará en doce minutos y un segundo más de
pensamiento nos hará salir corriendo ahora que todavía podemos tratar de
escondernos entre callejones.
Me lo pienso, dos veces, y tres, o más. Que si he llegado
hasta aquí es para no dejar escapar oportunidades y ya he pagado el combinado
hasta casa pero las ganas no se compran y esta noche no quiero volver sola.
Nunca tuve miedo a las horas sin ti es una mera decisión
repentina.
Aquí, bajo el suelo sigue lloviendo, huele a azufre y no
para de llegar gente que al pisar miradas ajenas convierten todo en lodo y me
cuesta más que nunca no ahogarme ni sentirme otra montaña de escombros, las
ruinas sin entrada principal, esas que ya nadie visita, la pérdida de la
historia y las pocas ganas de contarla. A rebosar de transeúntes deshumanizados
aferrados al olvido de un recuerdo hecho ceniza y demasiado poco tiempo.
No sé por qué sigo aquí pero no voy a perder este tren -me
digo- voy a dejarlo pasar, a verlo partir, que no es lo mismo. Y lo hago, la
fauna en blanco y negro invade los vagones como deseando crear un nuevo lamizal
en cualquier otra esquina/estación de esta ciudad revolución. Es absurdo –pienso-.
Faltan sueños por los que luchar porque ya nadie dice tener tiempo para
hacerlos.
Vuelvo a quedarme sola, como el resto de siempres. Arrugo el
ticket de metro y lo escondo en el fondo del bolsillo de mi chaqueta. Me beso
los dedos por tocarte, como pidiendo un deseo o rezando a un dios muerto de una
religión perdida, y me voy.
Nunca se me dieron bien las despedidas y supongo que ya me
acostumbré a crear de cada baldosa casa y romper a llorar al irme y echar de
menos nada y nadie o ningún lugar importante para el resto pero yo firmo en
modo recuerdo y vuelvo a saberme al borde de perder a alguien, que soy yo
misma.
Pongo música, o suena sola de repente.
Subo las escaleras despacio y añoro las prisas de llegar
tarde siempre. A veces no quiero volver pero las ganas juegan en contra así que
esta vez paseo, rezo y recuerdo no se lo qué, subo a la calle y me echo asfalto
intentando enterrarme y te echo en falta creando ganas, aunque solo sean de
volver a perder. Me enciendo un cigarro e incendio la mierda de cielo que cubre
una vida mentira o intento de credo y olvido principios.
Me sitúo al borde del
precipicio, abro la puerta y entro en un bar,
cualquiera.
Una cerveza,
otra
noche más
y tus ojos.
No vine
hasta aquí para perder es solo que esta vez he querido dejarlo pasar –repito- todo
va a salir. ¿Cómo? Bien.
Y empiezo a
echar de menos la otra parte del cuento.
Ahogarse
nunca fue la mejor opción pero al menos nos sentíamos con ganas de querer
seguir nadando y ahora ni eso.
Ya sabes,
hay trenes que pasan
y con solo
una vez,
te pierdes.
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