sábado, 26 de julio de 2014

La velocidad que adquieres para desordenar una ciudad.

A veces te vas tan rápido, un poco como sin contarlo, sin espacios de por medio, y desapareces. Y yo, que llevaba horas esperándote del otro lado de la acera, escondida, para que nadie me viera, ni tú, levanto la cabeza y pierdo el norte. Y no consigo averiguar si estás corriendo por que quieres o si soy yo, que todavía camino demasiado despacio como para poder seguirte el paso. Supongo que no dejas de despistarme. Que tus besos sean lentos y todavía no me hayas quitado la ropa en más de una ocasión se contrapone a que aparezcas y desaparezcas cuando te venga en gana. A la velocidad que adquieres, que solo tú tienes, para desordenar una ciudad. Para darle mil vueltas al reloj de la plaza, o desertar cualquier calle cuando tú caminas por ella, y yo aparezco de frente. Para que los bares se cierren solo cuanto te vas, y las faldas se levanten cuando miras de reojo, queriendo, sin querer. Que suene un piano de fondo cuando sonríes, o que las nubes estén echas de el humo que sale de tu boca, y de ti dependa si llovemos o nos morimos de calor. Sigo sin entender lo despacio que caminas cuando me llevas de la mano, y lo rápido que te mueves cuando te suelto para agarrar mi cigarro. Para mirarte a los ojos, hasta que desapareces. Y en medio de una ciudad bañada por el desorden, me acabo encontrando fumando sola, en una calle desierta que ha aprendido a decirme, que acabas de pasar sonriente, y no te has parado a besarme.


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