Cerró los ojos y después de mucho tiempo empezó a pensar.
Con el rostro relajado y los brazos colgando, en pié, empezó a despegar los
talones del suelo.
Forzó las rótulas de sus rodillas y dejó que el peso de todo
su cuerpo recayera en los dedos de sus pies. Fue entonces cuando arqueó
levemente su columna vertebral hacia delante, flexionando las piernas muy
despacio. Suave y lento empezó a descender, a una velocidad constante y casi
imperceptible. Como anclada con clavos de acero al suelo siguió de puntillas en
todo momento, los dedos empezaron a distanciarse y la planta del pie adquirió
una forma cóncava muy poco habitual.
Después de un buen rato la piel de sus
piernas rozaba su ombligo, fue en ese momento y solo al llegar a ese punto
cuando bajó la barbilla. Cerró los ojos como desvaneciéndose y el pelo le
cubrió la cara. Encogió los hombros y los dejó caer con una ausencia de
gravedad increíble, alzó los brazos lo suficiente como para abrazar sus propias
rodillas, sin fuerza.
Fue en ese momento, cuando cogió aire, cuando sus pechos
se vieron forzados con sus rodillas, cuando supo que no podía salir de ahí,
cuando le vi la cara entre los mechones de pelo rizo que enmudecían su rostro. Y lo hizo, soltó el aire, de golpe,
como un disparo en la boca,
un vaso roto,
un cuerpo muerto,
un pájaro menos,
tormentas de verano,
bombardeos en escuelas,
hambre, tierra, mar.
Y rompió a llorar.
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